El 26 de marzo de 1982 me encontraba listo a asumir la guardia de Oficial Retén del Oficial de Guardia de la Base Naval Mar del Plata. Los últimos días habían sido algo movidos y había expectación entre los oficiales que se reunían en la Cámara de la Base, a raíz de los sucesos de Georgias. Mi Comandante había sido llamado a Puerto Belgrano, y yo sabía que personal de la Agrupación Buzos Tácticos se encontraba trabajando en algún lugar que no conocía en detalle.
Sobre el filo del horario de retirada, una llamada telefónica del Comandante requirió: «Alistar la Unidad para una operación inmediata». Así las cosas, y apenas llegado el Comandante de la Agrupación, me ordenó presentarme al Capitán Sanchez Sabarots (Comandante de la Agrupación Comandos Anfibios) y ponerme a sus órdenes.
Me dirigí entonces al aula de la Agrupación de Comandos Anfibios convertida en Sala de Situación, donde sobre un pizarrón el Teniente Bardi (2°Comandante) se hallaba llenando una planilla de Equipamiento para una operación de la cual yo no sabía nada aún. El Capitán Sánchez Sabarots me dijo entonces que yo, junto con 7 Buzos Tácticos que ya había elegido, íbamos a integrar una patrulla mixta de Buzos Tácticos y Comandos Anfibios cuyo Jefe sería el Capitán Giachino, a quien yo conocía. Esta patrulla actuaría a sus ordenes en el desembarco a realizarse en las Islas Malvinas. Lineamientos más específicos de la misión asignada me serían dados por el Jefe de la patrulla con quien nos reuniríamos al día siguiente en Puerto Belgrano. Lo importante ahora era equiparse y prever la zarpada de la columna alrededor de las 23.00.
Al destacarme, mi Comandante me había adelantado que la operación consistiría en tomar Puerto Stanley, lo que prima facie era tarea clásica de los Comandos Anfibios (Combate en localidades), mientras que los Buzos Tácticos marcaríamos, limpiaríamos y aseguraríamos la playa para el desembarco de la Fuerza principal, operando desde un submarino. Esta última tarea sí, era la típica operación de Buzos Tácticos, por lo que yo no dejaba de sentirme algo fuera de mi función, a lo que mi Comandante (Capitán Cufré) me aclaró que nuestra «comisión» a la Agrupación de Comandos Anfibios obedecía a dos razones fundamentales, como eran la capacitación técnica de algunos de nuestros hombres (había que tomar la usina de Puerto Stanley y mantenerla funcionando) y mi dominio de inglés.
Ya en claro con mi tarea, procedí a hacer algunos cambios (no precisaba nadadores, sino hombres serenos y maduros, capaces de cumplir su misión sin provocar bajas innecesarias) y a seleccionar nuestro armamento. Fui el único que eligió un arma corta (ametralladora Halcón), los demás llevaban a sus respectivas «novias», los fusiles F.A.L. «Para» (fusil especial de paracaidista).
Había logrado cambiar mi turno de guardia por el de otro día futuro, y me encontraba en estos preparativos cuando llegó el Teniente Robbio (mi 2° Comandante), con quien me une una amistad de 15 años Venía en su automóvil con su señora y la mía, ya que probablemente yo no pudiera pasar por mi casa antes de partir. Mi señora me trajo dos libros para el viaje»: «De la Guerra» de Karl Von Clausewitz y «American Short Stories». No he vuelto a ver este último y a veces lo imagino como lectura de una trinchera posterior al desembarco.
Alrededor de las 22.00 se decidió posponer la zarpada de la columna hasta 01.00 del día siguiente, con lo que pudimos ir a nuestros domicilios durante 2 horas, vestidos con uniformes de combate.
A las 12.15 el Teniente Schweizer, de Comandos Anfibios, pasó a buscarme por mi casa. Acabábamos de festejar, con mi señora, 3 meses de casados.
Llegados a la Base, embarcamos en los vehículos, abandonamos Mar del Plata y... me desperté en Puerto Belgrano.
Durante esa noche, me enteraría mucho después, zarpó el submarino ARA Santa Fe con la Agrupación de Buzos Tácticos a bordo, rumbo a su exitosa misión en las Malvinas.
Una vez que alojamos al personal que venía con nosotros en el BIM N° 2, nos dirigimos ala Cámara de Oficiales, donde encontramos a los demás presuntos participantes de la operación. El Capitán Giachino no se encontraba aún y, salvo por el teniente Lugo -que parecía ser de mi grupo- yo me sentí algo fuera de la cuestión. No obstante, la camaradería reinante aumentaba, quizá por sabernos en vísperas de grandes sucesos.
Llegado el Capitán Giachino (estaba también con nosotros el Teniente Alvarez) nos aclaró la formación de la patrulla y nos dijo que, a medida que la operación se fuera aproximando, iba a precisarnos más datos. Es en Puerto Belgrano -nos aclaró- «Eso sí lo pueden decir.» Con el Teniente Lugo hicimos esa tarde una visita al Santísima Trinidad, a fin de coordinar horarios, estiba, etc. Esa noche, dormimos todos casi vestidos y no fue un sueño fácil.
A la mañana siguiente, luego de embarcar todo el material (la mayoría del cual quedó estibado dentro del hangar de helicópteros junto con el armamento), tomamos posesión de nuestras cuchetas y dispusimos un lugar del camarote para ubicar planos, fotos y datos del objetivo.
El 28 de marzo llevando a bordo a los Comandos Anfibios y un grupo de 8 Buzos Tácticos, el destructor zarpó, hecho lo cual y de inmediato, nos pusimos a la tarea de armar los botes asegurándolos en cubierta, en previsión de temporales.
La navegación transcurrió sin mayores novedades, con los buques en constante formación. Hacia el 30 de marzo el Capitán Giachino nos reunió para detallar la Orden de Operaciones y distribuir la patrulla. En total éramos 16 (se había agregado el Cabo Enfermero Urbina, cursante del Curso Comandos Anfibios) la patrulla se llamaba «Técnico» (luego sería «Techo») y se dividía así:
GRUPO ROJO
(bote 18)Cap. Giachino Cabo Ortiz Cabo Flores Cabo Vargas
GRUPO NARANJA
(bote 19) Tte. Lugo Subof. Salas Subof. López Cabo Ledesma
GRUPO VERDE
(bote 20) Tte. García Quiroga Subof. Cardillo Cabo Gómez Cabo Urbina
GRUPO AZUL
(bote 21) Tte. Alvarez Subof. Mansilla Subof. Gutiérrez Cabo Vargas
Rojo debía «copar» la comisaría, Naranja debía apoyar la acción de Verde, que era tomar la usina y apoyar luego a Rojo en su acción, para luego tomar la central telefónica. Azul debía destacarse antes de llegar al pueblo para neutralizar un campo de antenas al Este del mismo.
Esa tarde tuvimos acceso -en la Cámara de Oficiales- a fotografías de los objetivos, obtenidas por el Capitán Gaffoglio durante su gestión en Transportes Navales. Con ellas en mente y ante la carta, repasamos la operación hasta el cansancio. El Cabo Gómez llevaría la radio, con la que iríamos informando a la Fuerza mediante cortas frases en inglés.
Un día antes del desembarco -el 1° de abril- nos informaron un cambio de planes: debíamos tomar la casa del Gobernador, e inducirlo a convencer a la población acerca de lo inútil de una resistencia. Como misión colateral, debíamos «marcar» una pista de aterrizaje para el helicóptero que traería al primer escalón de apoyo, en una cancha de fútbol lindera.
El Capitán Gaffoglio se había transbordado y se encontraba con las fotos en el «Almirante Irizar», con lo que no teníamos forma de saber cómo era el objetivo. No obstante, el Capitán Giachino se ingenió para obtener la mayor cantidad de datos posibles, y la sensación general era que no había custodia fuerte en la casa.
Hasta el momento de tocar la playa con los botes, la medianoche del 1° de abril, el «gran miedo- aun para los que quedaban en los buques era que la operación no se realizara, cosa que sabíamos podía ocurrir en cualquier momento.
La noche del desembarco cenamos en forma ligera; algunas caras estaban manchadas por el camuflado «innecesario a ciertas caras», como bromeaba el Teniente Bardi refiriéndose a algunos de nosotros de tez bastante criolla. Recuerdo la molestia profética del Capitán Giachino por la ausencia de una máquina fotográfica para documentar lo que ya llamábamos la «última cena».
El ánimo estaba alto. Durante la reunión previa al desembarco, camouflarse bien, vestirse de traje seco, verificar el armamento, etc. el Capitán Giachino nos recordaba con voz serena en la penumbra de las luces rojas del taller en donde nos preparábamos: «Abran bien los ojos, porque para los que vuelvan, ésta será la primera vez que estarán en combate real y esa experiencia habrá que transmitirla».
Fuimos bajando a los botes a medida que nos llamaban, descolgándonos mediante pescantes construidos a ese fin. La noche era negra, oscura como pocas. «Ideal para un ataque» pensé. Manos que nos guiaban, que nos apretaban firmes, susurros de «Suerte» «Los esperamos», y alguien que me desliza un caramelo en la mano.
Los botes se encolumnan a popa del buque y una vez listos todos, zarpamos siguiendo las aguas del primero (Capitán Sánchez Sabarots). Eran 21 botes en total.
Hacía frío y la navegación era difícil, debido a la gran cantidad de cachiyuyos, invisibles en la noche (los cachiyuyos son una especie de algas que crecen en las rocas sumergidas). Este inconveniente desorganizó toda la formación quedándose atrás muchos botes y adelantándose otros. Al pasar al lado de un rezagado escuché el diálogo murmurado de sus ocupantes: ¿Che, Negro, pagarán Zona? (se refería en broma al suplemento que se cobra cuando se hacen trabajos especiales en la Zona Sur).
Llegamos a la playa en bastante desorden. Mi grupo y el del Teniente Alvarez éramos los encargados de dar seguridad, mientras los demás se quitaban la ropa de agua y luego rotábamos los puestos. Así se hizo y una vez que tomamos contacto todos (los botes habían llegado en cualquier orden) todos esperamos que la columna de marcha de la Agrupación de Comandos Anfibios desapareciera rumbo a Moody Brook, tragada por la oscuridad y nos pusimos en marcha.
Habíamos desembarcado algo más al Este de lo previsto, lo que impidió que diéramos con el alambrado al que habíamos referido nuestro camino en la carta, por lo que prescindimos de su uso y nos dirigimos directamente hacia la sombra de Sapper Hill, que adivinábamos al frente. El camino era difícil, tanto más que no se veía nada. La vanguardia de exploración estaba compuesta por el Capitán Giachino, los Cabos Ortiz y Alegre, a quienes seguía el Cabo Flores como navegante. Atrás seguía el grupo Naranja, luego el Verde y cerraba la marcha el Teniente Alvarez con el grupo Azul.
Durante la marcha, tropecé en la turba y caí de rodillas sobre una saliente rocosa, golpe bastante doloroso que hizo que el Capitán Giachino me destacara a la cabeza de la patrulla luego de los exploradores, en razón de la lentitud a que me obligaba el dolor. Deteníamos el avance más o menos cada 50 pasos, hasta escuchar los dos silbidos de los exploradores, indicándonos el camino libre. A medida que nos acercábamos al objetivo y el reflejo de las luces del pueblo permitía ver mejor, estas distancias de 50 pasos fueron agrandándose, lo que hacía que los exploradores se ausentaran por lapsos de hasta 20 minutos, en razón de lo cual volví a ocupar mi puesto en la patrulla.
Justo antes de ascender Sapper Hill, pasó un jeep Land Rover por el camino que seguía la base de la montaña, obligándonos a ascender a marcha forzada hasta la cima, en la cual hicimos el alto más prolongado de la marcha. Desde nuestra posición se observaba claramente el pueblo, y planeamos el desplazamiento en el frío de la noche.
El último alto significativo antes del asalto final se realizó al pie de una antena de radio situada al Sudoeste de la casa del Gobernador, aproximadamente a 1.500 metros.
Allí caímos en cuenta de que habíamos perdido 2 hombres de «Azul», el Suboficial Mansilla y el Teniente Alvarez.
El tiempo apremiaba y seguimos adelante con esos hombres de menos, confiando en que se reunirían luego con nosotros, como afortunadamente sucedió.
El Capitán Giachino dio las últimas recomendaciones y recordó: «Usted Naranja (Lugo), ataca por la izquierda. Verde (yo): Déjeme llegar y venga conmigo.» Azul no figuraba más, por lo que los hombres que quedaban se plegaron a mis movimientos.
El Capitán Giachino se destacó y lo siguió el Teniente Lugo con su grupo. Habrían pasado unos diez minutos cuando, al ver que Rojo no volvía, inicié el descenso hacia la casa. Durante ese descenso empezamos a escuchar muchos disparos desde el lado de Moody Brook. El Capitán Sánchez Sabarots estaba atacando. Casi inmediatamente, se inició el movimiento de vehículos en el pueblo y 2 camiones (uno de ellos con Marines) estacionaron en la parte trasera de la casa.
A esa altura, aún me hallaba a 400 o 500 metros de la casa, con mi patrulla sobre una elevación. Ya se escuchaban tiros entre lo que yo suponía era la patrulla de Lugo y los defensores de la casa de quienes me llegaban, con el viento, los gritos y las órdenes.
Aún estaba decidiendo por dónde aproximarme, cuando escuché los gritos del Capitán Giachino que me llamaba hacia el frente de la casa.
Tras breve vacilación (¿sería rehén, estaría herido?) bajamos a la carrera y cruzamos una arboleda para descubrir al Capitán Giachino y a su sección desplegados en abanico frente a la casa. Me acerqué, mientras a mis espaldas se destacaban el Suboficial Cardillo y el Cabo Urbina para marcar el helipuerto (un calzoncillo largo con las piernas abiertas para indicar la dirección del viento, como si fuera una flecha).
Me pegué a Giachino. Él me ordenó: -«Háblele.» Hice una bocina con mis manos y con toda mi voz grité el mensaje: «Mr. Hunt, somos marines argentinos, la isla está tomada, los vehículos anfibios han desembarcado y vienen hacia aquí, hemos cortado su teléfono y le rogamos que salga de la casa solo, desarmado y con las manos sobre la cabeza, a fin de. prevenir mayores desgracias. Le aseguro que su rango y dignidad, así como la de toda su familia serán debidamente respetados».
No hubo respuesta. A una señal de Giachino, repetí el mensaje. No hubo respuesta. «Tírele un granadazo», me dijo y tiré una granada que explotó en el jardín. Una voz contestó: «Mr. Hunt is going to get out---.
Esperamos lo que habrán sido 2 minutos y el Capitán Giachino me dijo molesto:- «¡Apúrelos, c...!» Repetí el mensaje y esta vez contestaron con ráfagas y con voces que decían: «Don't go (Mr. Hunt)».
El tiroteo se generalizó, y de pronto vi a los Cabos Flores, Alegre y Ledesma como cubiertos por una sábana color naranja. De inmediato comprendí que eran proyectiles trazantes que se originaban en el pueblo. Nos disparaban a través de la cancha de fútbol.
Nos tiramos al suelo con el Capitán Giachino y comenté: -«Jefe, si no entramos nos cocinan». El me miró y me dijo: «sí, hay que entrar». Mientras lo decía, saltó una pequeña verja y llegó hasta la puerta. Atrás de él siguió el Suboficial Cardillo y luego los Cabos Flores, Ledesma y yo, pero no recuerdo en qué orden.
Derribada la puerta, nos enfrentamos a un pasillo largo y sin salida, salvo por una puerta lateral cercana a la entrada y que se hallaba cerrada. Cardillo trató de derribarla de una patada pero lo único que logró fue resentirse el pie, ante lo cual el Capitán Giachino rompió el vidrio con una granada y la abrió mediante el picaporte.
Esta puerta daba a una especie de sala aparentemente sin puertas, aunque luego los tres hombres que quedaron en la casa descubrieron en un rincón de la habitación una escalera que comunicaba con los altos.
A partir de este momento recuerdo todo como si fuera una película de «cámara lenta»: Giachino se dio vuelta y dijo -Por aquí no, hay que pegar la vuelta -. Salió con una granada en la mano (la que usó para romper el vidrio). Atrás de él, casi pegado, salí yo. Lo veía un poco más adelante, a mi derecha. Giró de pronto, como cayéndose. Gritó:
-«Me dieron, Cristina, me dieron». En ese instante sentí que me arrancaban el brazo. Fue como un hachazo, luego un empujón leve, indoloro y un fuego en el abdomen. Pensé en hablar, no sé qué dije, llamé a mi mujer y me caí contra un pequeño cobertizo contra el que se incrustaban las balas.
Vi el cielo, creí que me moría y pensé: ¿Será así?
El tiroteo seguía. A mi lado, mi Jefe de patrulla gemía, despacio. Me pregunté si él también moriría. Me desabroché la parka. No sentía mi brazo herido, solamente un fuerte dolor que lo anulaba. Quise moverme. Grité. Grité porque me dolía mucho y porque quería escucharme vivo. Me di cuenta de que Giachino llamaba al enfermero y empecé yo también a llamarlo a gritos, mientras me soltaba el cinto y me aflojaba el pañuelo del cuello. No dejamos de llamarlo hasta que escuchamos el grito de respuesta de ese valeroso cursante, informando que no podía, que lo habían alcanzado también.
Esperé, consciente de un dolor que crecía en mi espalda. Sentía que algo se movía detrás mío, sobre mi cabeza y alcancé a ver a un grupo de gansos, lo que aumentó mi angustia al imaginar la posibilidad de que picotearan en mis heridas, de las que no alcanzaba a ver ninguna.
De a ratos arreciaba el tiroteo y yo bajaba una pierna que tenía encogida para aliviar el dolor, consciente de que otro balazo sería demasiado.
Aparentemente (y como comprobé luego por declaraciones del Suboficial Cardillo) empecé a hablar en inglés, porque uno de los ingleses que nos había baleado me gritó que ordenase a los nuestros un alto el fuego y ellos mandarían al médico. Le contesté que no tenía aliento suficiente para gritar.
De pronto el Capitán Giachino me dijo: - «Pibe, ojo por si me desmayo, que tengo en la mano una granada sin seguro». Yo le pedí: - «Tírela, por Dios». Y él me contestó que no podía. Algo deben haber entendido los ingleses porque el que me hablaba me dijo que aquél de nosotros que tenía una granada la soltara. Al explicarle que no tenía seguro, él me dijo: -«que la ate y la deje al costado porque si no lo hace disparo. Voy a contar hasta cinco». Traduje ésto lo más rápido posible y el Capitán Giachino tomó vueltas a la granada con la correa de sus binoculares, la colocó en el suelo y giró para alejarse. Al girar, vi que tenía la espalda llena de sangre.
El resto de ese período que duró tres horas fue de una lenta espera por un helicóptero, cuyo ruido escuchamos más de una vez pero que nunca cruzó nuestro cielo.
Yo escuchaba al radioperador de la casa (un inglés) pero acabé por no entender nada de lo que decía. Lloviznaba y pensé qué efecto tendría la lluvia en nuestras caras manchadas.
De pronto escuché un grito: -«Pedro, soy yo, Tito»-.
Escuché que el Capitán Giachino contestaba: «Tito, apurate que no llego». Alguien se acercaba. Vi de pronto ante mí la cara del Almirante Büsser que me hablaba. Le dije: «El brazo no. Tengo un balazo». Vi al Suboficial Cardillo y al Cabo Ledesma que se apresuró a inyectarme. Un Marine rubio me cubría con una manta (¿Por qué? -pensaba yo- si no tengo frío). Alcancé a ver un jeep. Lo alzaban a Giachino. «Llegamos Jefe», creí decirle.
Me alzaron. Me metieron en un jeep. De nuevo el dolor. Una camilla. Los techos del hospital de Malvinas y dos médicos que me tijereteaban toda la ropa, haciendo caso omiso de mis quejas. Me dicen: «You're through, baby».
Luego el helicóptero. Ya todas son caras, algunas conocidas, otras no. El Rompehielos. La enfermería y más morfina. Comienza una sensación de asfixia que no me abandonará hasta el continente. Vuelvo a Malvinas y obtengo un pantallazo de los Buzos Tácticos con mi Comandante al ser subida mi camilla al avión. Quiero dormir.
Durante el trayecto, un hombre al que le debo la vida, me golpea constantemente la cara y me repite, a sabiendas de mi apellido: «Rodríguez, no te duermas».
Llegamos a Comodoro Rivadavia, ciudad que conozco desde mi infancia. Me recibe el doctor Zeballos, del Ejército Argentino. Me pregunta cómo estoy. ¿Qué puedo contestarle? Tuve la suerte de estar allí, con un grupo de valientes y probablemente tenga la suerte de vivir para contarlo. «Estoy feliz».
Salgo de un largo sueño para encontrar los ojos de mi señora, la cara de mi padre, el apoyo de mi Segundo Comandante, aún vestido de combate y con dos noches sin dormir. Me confirman el éxito de la operación. Pregunto por mi jefe y lo bendigo, ejemplo de muchos y orgullo de los pocos que tuvimos la suerte de conocerlo y estar a sus órdenes.
Semanas más tarde, convaleciente de otra intervención, mi 2° Comandante me entregó otra muestra de la fatalidad: es una navaja suiza que colgaba de mi cinto a la altura de la ingle. Tiene las cachas rotas, y un balazo justo en el centro. Sólo tengo la marca de la herida que me hubiera matado.
Aun así, hubiera valido la pena.
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